Parashá Bemidbar 5754
Números 1:1 - 4:20
14 mayo 1994 / 4 sivan 5754
(Traductora: Alba Toscano, atoscano@arrakis.es)

Cuando yo era un muchacho, Shavuot era un tiempo para la confirmación, una 
ceremonia inventada en el s. XIX que imitaba a la ceremonia protestante con el 
fin de suplantar la bar mitsva y aumentar el número de público en la sinagoga 
para celebrar la fiesta dado que el Shavuot nunca disfrutaba de la misma 
popularidad que Pesaj. Sólo hay dos breves días que pasan sin el elaborado rito 
dramático o el mensaje universal conmovedor de Pesaj. La sinagoga es el 
escenario, hay poco que hacer en casa, salvo el disfrutar de un interludio 
relajante con la familia y los amigos.

Precisamente por esto, los místicos de Safed en el Israel del s. XVI pretendieron 
enriquecer el lado cultural de la fiesta al añadir al mismo una noche de estudio 
colectivo, es decir, el Tikkun Leil Shavuot, con el fin de prepararnos para recibir 
públicamente la Torá en la sinagoga la siguiente mañana. Llegamos a la Torá 
desde la Torá. Que en la actualidad la ceremonia de confirmación se ha 
marchitado y la costumbre de Tikkum Leil Shavuot se ha extendido, sugiere sin 
duda que sólo las reformas ideadas con el espíritu de la tradición prevalecerán.

Sin embargo, dado que Shavuot todavía pasa sin demasiado interés, Pesaj 
pierde la clausura que precisa. Aunque están separadas por un período de siete 
semanas, pero a la vez enlazadas por la cuenta diaria del Omer, las dos fiestas 
están inextricablemente relacionadas. La redención culmina en revelación para 
amarrar la libertad a un sentido de misión nacional y definir una identidad 
étnico-religiosa. Sin Sinaí, el éxodo de Egipto representa poco más que un 
estado amorfo de desorden nacional. Ni son la Declaración de la Independencia 
ni la Guerra de la Revolución las que dieron la forma política final a las 13 
colonias del Imperio Británico de antaño, sino la brillante Constitución, forjada 
con tanto esmero, la que protege la libertad individual y la que, a la vez, 
mantiene el equilibrio entre los derechos de los estados independientes y un 
fuerte gobierno federal. Shavuot se dirige a la cuestión básica acerca de lo que 
debemos hacer con nuestra libertad. La historia cruenta de la época postcolonial
de las últimas décadas demuestra precisamente cuan difícil es controlar 
aquel reto con un mínimo grado de decencia humana.

Puede que Shavuot dé recelos a algunos porque hemos perdido nuestra fe en la 
revelación literal. Nuestra postura moderna y crítica no es capaz hoy en día de 
aceptar la imagen de Moisés como el amanuense de Dios, empeñado en 
apuntar cada palabra dictada desde el cielo. Sin embargo los rabinos de 
antaño, precisamente con los que relacionamos tal postura, se atrevieron 
restringirla ligeramente. Hay dos juegos de bendiciones y condenaciones en la 
Torá que gráficamente describren lo que sucederá si Israel hace caso o hace 
caso omiso al Decálogo de Dios. Leímos el primer mandato la semana pasada, 
en el capítulo 26 del Levítico, una lectura que, de hecho, siempre se recita en la 
sinagoga justo antes de Shavuot. El segundo juego, una lista, bastante larga y 
tétrica, de imprecaciones, siempre leída justo antes de Rosh ha-Shaná, aparece 
cerca del final del Deuteronomio en el captítulo 28. Tan espeluznantes son los 
detalles que el lector de la Torá, se ve obligado bajar su voz mientras los recita.

Asombrados por la diferencia en envergadura y acidez entre las dos series de 
imprecaciones, los rabinos declararon que sólo la primera que sale en el 
Levítico presentaba la palabra de Dios mientras que Moisés fue único autor de 
la otra que sale en el Deuteronomio. Además, se detuvieron para contrastar la 
ira divina con la de un ser humano. En el Levítico se dieron cuenta de que Dios 
ofrece 22 bendiciones por encima de 8 maldiciones ; Moisés por su parte pierde 
los estribos por completo y pronuncia sólo 8 bendiciones y 22 maldiciones. El 
más comprensible de los dos, Dios se empeña más en bendecir que en 
condenar. El resultado neto de esto, sin embargo, convierte una parte de la 
Torá en algo más humano. El verdadero desafío para nosotros no se presenta 
como el problema de quién la escribió sino el de qué hacemos con ella. El texto 
sólo puede ser tan bueno como los que lo interpretan. Un lector obtuso puede 
mutilar hasta el texto más sagrado. Una vez más los rabinos se percataron a su 
pesar del papel eminente que la interpretación tomaba en conservar o corromper 
la santidad de la Torá. Sólo tenemos que considerar cómo se habían enfrentado 
a un versículo que encontraron desagradable.

En un momento de enfado, Dios hace que el profeta Ezequiel cuente a sus 
compañeros exiliados los interminables percances de sus antepasados y como 
perdieron la tierra por sus acciones. Dios insiste acerca de una idea : “Por eso les 
di estatutos que no eran buenos y preceptos los cuales no podrían seguir 
(Ezequiel 20:25).”. Aquellas palabras tan fuertes sugieren que puede que Dios 
sea el autor de leyes inadecuadas o hasta malévolas ; una sugerencia que 
desafía descaradamente la bondad, amor y perfección de Dios.

Así pues, los rabinos sugieren que aquel versículo tan fastidioso se refiere a una 
situación en la que: “una persona lee la Torá sin la música o estudia la Mishna 
sin la melodia.”. Ambos textos, considerados las columnas gemelas sobre las 
cuales el judaísmo descansa, fueron las que antes se cantaron para destacar 
aun más su belleza y hacerlas más fáciles de memorizar. Hasta los tiempos 
modernos nunca leímos la Torá en la sinagoga sin su antigua cantinela 
musical.

Observa lo que se ha conseguido con aquel giro exegético. Se ha conservado el 
contenido sagrado del texto. Cualquier mancha de imperfección que hayamos 
detectado no tiene nada que ver con el poder original o con la belleza de la Torá. 
Las imperfecciones salen de la imperfección de la calidad de la meditación. No 
es el autor sino el intérprete el que tiene la culpa. Las palabras son divinas, la 
música es humana, y la calidad de la presentación dicta la santidad de las 
palabras. No hablan por sí mismas ; tenemos que imbuirlas con vida, darles 
una voz y ponerles música. Sólo entonces escucharemos la poesía que oculta 
la prosa. Si Dios ha sido culpable de imponer leyes a las que no se puede 
acatar, será porque los guardianes de la Torá han mancillado su pureza y 
ahogado su sentido y significado. Un director incompetente de una sinfonía 
puede destruir lo mejor de Mozart.

En otras palabras, nuestra responsabilidad acerca de este midrash es buscar 
una manera de poner música al judaísmo, es decir convertirlo en una obra de 
arte. Sólo se puede enseñar y transmitir la Torá con amor, alegría y belleza. Las 
bendiciones son más efectivas que las maldiciones. La coerción nunca produce 
lealtad, sólo resentimiento. Según los rabinos: “La presencia de Dios nos 
esquivará mientras nos acerquemos a Él con una actitud perezosa o 
irrespetuosa o distraída o de burla o de tristeza o mientras nuestras mentes 
estén ocupadas con los cotilleos del día. Sólo podremos acercarnos con la 
alegría de hacer una mitsva. Este es el desafío del Shavuot: no es para entablar 
una discusión acerca de la probabilidad de una revelación sino para imbuir y 
ampliar la Torá con arte e inteligencia. El Judaísmo siempre ha concebido la 
humanidad como el socio de Dios en la creación de un cosmos del caos.

La estupenda haftorá de Oseas, leída el shabat que precede a Shavuot, acaba 
con una referencia a aquella asociación entre la humanidad y Dios. La 
reconciliación entre el profeta y su mujer revoltosa, o entre Dios e Israel, lleva a 
un compromiso y una fidelidad. Dios renueva el pacto cuando vuelve a tomar 
Israel como su novia con la siguiente promesa:

Y te desposaré conmigo por siempre. Sí, te desposaré en 
justicia y en rectitud, y en misericordia y en compasión. Y te 
desposaré conmigo en fidelidad, y conocerás al Eterno
(Oseas 
2:21-22).

Al mudar aquellas palabras armoniosas al servicio de la mañana, los rabinos 
alteraron la coreografía del compromiso. Las recitamos mientras nos ponemos 
los tefilín que ahora representan nuestro juramento personal de lealtad hacia 
Dios, es decir, que haremos lo necesario para adelantar la tarea divina de la 
creación ; y, que nuestra asociación con Dios sea renovada diariamente.

Shabat shalom u-mevoraj

Ishmar Schorsch